No prestes a tus hijos.
En un tranquilo pueblo de Carolina del Norte, una pareja joven, Marta y Luis, se mudó a un apartamento en la planta superior de un pequeño edificio de dos pisos. Abajo vivía una vecina, Clara, una mujer de sonrisa fácil y modales amables que parecía encajar perfectamente en la comunidad. Apenas llevaban una semana instalados cuando Clara tocó a su puerta un jueves por la tarde. Marta, con su pequeño hijo de cinco años, Daniel, jugando a su lado, abrió la puerta.
—Hola, soy Clara, de abajo —dijo la vecina con entusiasmo—. Este sábado voy a hacer una fiesta para mis hijos y algunos amiguitos del vecindario. Me encantaría que vinieran, especialmente tu pequeño. Sería genial que hiciera nuevos amigos.
Marta dudó un momento. —No sé si podremos ir —respondió, ajustándose el cabello mientras miraba a Daniel, que jugaba con un camión de juguete en el suelo.
Clara insistió con una sonrisa. —Si quieres, sube a mi apartamento ahora mismo. Te muestro cómo está todo, el área de la fiesta. Verás que es algo sencillo y seguro.
Intrigada, Marta accedió. Bajó con Daniel de la mano y entró al apartamento de Clara. Todo parecía normal: globos a medio inflar, una mesa con bocadillos preparados, y dos niños corriendo por la sala, presumiblemente los hijos de Clara. Marta se sintió más tranquila. —Bueno, tal vez sí podamos ir —dijo antes de volver arriba.
Llegó el sábado. Marta bañó a Daniel, lo vistió con una camisa azul que le encantaba y lo perfumó con una colonia suave. Mientras esperaba a Luis, que regresaba del trabajo, sentó al niño en el sofá con la televisión encendida y se puso a cocinar. De pronto, Clara volvió a tocar la puerta.
—¿Por qué no han bajado? —preguntó con un tono ligeramente ansioso—. La fiesta ya empezó. Si tardan más, Daniel se va a perder todo. ¿Por qué no me lo prestas? Así se divierte mientras ustedes terminan de alistarse. Cuando llegue tu esposo, bajan juntos.
Marta miró a Daniel, que sonreía viendo caricaturas, y asintió. —Está bien, pero no tardaremos en bajar —dijo, confiando en la aparente normalidad de Clara.
Pasaron dos, tres horas. Marta, absorta en la cocina, no se dio cuenta del tiempo hasta que Luis llegó. Al entrar, lo primero que dijo fue: —¿Dónde está Daniel?
—Está en la fiesta de abajo —respondió Marta, quitándose el delantal.
Luis frunció el ceño. —¿Y no has ido a verlo ni una vez? —Su tono era de preocupación, casi de reproche.
Un nudo se formó en el estómago de Marta. Bajó rápidamente y tocó la puerta de Clara. La música resonaba fuerte desde adentro, pero nadie respondió. —Seguro están ocupados con alguna dinámica —dijo, intentando convencerse. Subió por Luis, y ambos regresaron a tocar con más fuerza. Nada. El silencio detrás de la música era inquietante.
—Algo no está bien —dijo Luis, su intuición gritando. Llamaron a la policía.
Cuando las autoridades llegaron, gritaron advertencias y, al no recibir respuesta, derribaron la puerta. El estruendo de la madera al ceder contrastó con la música estridente que seguía sonando. Dentro, el apartamento estaba vacío. No había niños, no había fiesta, solo muebles pesados abandonados y un aire de desolación. Los padres y los oficiales registraron cada rincón, hasta que un policía abrió un clóset en la habitación trasera.
Allí estaba Daniel. Su pequeño cuerpo colgaba, cosido toscamente desde el cuello hasta el ombligo. Le habían arrancado los órganos. Sus manos y pies estaban agarrotados, congelados en una expresión de agonía indescriptible, como si lo hubieran abierto vivo. Marta se desplomó, gritando, mientras Luis se quedó inmóvil, incapaz de procesar la escena.
La policía determinó que Clara y sus supuestos hijos habían desaparecido sin dejar rastro. El caso conmocionó al pueblo y a toda Carolina del Norte. Los padres de familia comenzaron a mirar a sus vecinos con desconfianza, y la comunidad quedó marcada por una advertencia sombría: nunca dejes de vigilar a tus hijos, ni siquiera por un instante.